De infante corría siguiendo a la luna
y en otras ocasiones huyendo de ella,
después que el sol caía
como los gladiadores desvanecidos en el circo romano,
ella aparecía templada, regia,
y llena de esplendor
en compañía de las estrellas que la ataviaban,
jamás tuvo celos de ellas,
sabía que éstas, las estrellas,
en algunas ocasiones perdían el sentido direccional
de la vida ,
eran tan fugaces,
ausentes
aunque muchas de ellas reclamaban para sí ser
mensajeras de muchos deseos,
sin embargo ella salía vestida con su traje de cristal
y aunque suene un poco egoísta nunca necesito de ellas para sentirse bien,
era fiel testigo de promesas incalculables
y de los más efímeros romances que tenían lugar a la
orilla de las lagunas,
devota de las confesiones solitarias de los amorosos.
Fue aquella tarde de Mayo cuando la perdí,
y desde entonces el aire empezó a sobrarme,
sin duda aparente mis huesos empezaron a consternarse
y en mis
noches febriles el llanto era mi única compañía.
Nunca he
contado con un compañero de lucha,
y ella ,la
Luna
había sido testigo fiel del gran amor
que mis labios profesaban con exactitud
día tras día
noche tras noche
como un ritual necesario casi obligatorio
me dirigí a la luna desde mi ventana crepuscular
pensado que concebiría mi angustia y te daría mi
mensaje,
finalmente la vi,
lleno de enojos le reclamé
porque no habías regresado
la vi llorando,
no habían palabras
ni sollozo alguno
solo lágrimas,
lágrimas que se fundían en la tierra,
y esa noche lloré de consternación
por el dolor de no tenerte
y además por darme cuenta
que la luna no tiene idiomas.
Ian David Briceño Aguilar.-
Nicaragüense.
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